José Artigas vivió peleando, a lomo de un caballito criollo, y durmiendo bajo las estrellas.
Mientras gobernó sus tierras libres, tuvo por trono un cráneo de vaca y un poncho por único uniforme.
En nombre del pueblo alzado, en 1815, expropió las tierras de los malos europeos y peores americanos, y mandó que se repartieran.
Fue la primera reforma agraria de América, medio siglo antes que Lincoln y un siglo antes que Emiliano Zapata.
Proyecto criminal, clamaron los ofendidos, y para colmo, Artigas advirtió:
Los más infelices serán los más privilegiados.
Cinco años después, Artigas, con lo puesto, marchó al exilio.
1820, Paso del Boquerón:
Sin volver la cabeza, usted se hunde en el exilio. Lo veo, lo estoy viendo, se desliza al Paraná con perezas de lagarto y allá se aleja flameando su poncho rotoso, al trote del caballo, y se pierde en la fronda.
Usted no dice adiós a su tierra, ella no se lo creería o quizás usted no sabe, todavía, que se va para siempre.
Se agrisa el paisaje, usted se va, vencido, y su tierra se queda sin aliento.
¿Le devolverán la respiración los hijos que le nazcan, los amantes que le lleguen?
Quienes de esa tierra broten, quienes en ella entren, ¿se harán dignos de tristeza tan honda?
Su tierra. Nuestra tierra del sur. Usted le será muy necesario don José.
Cada vez que los codiciosos la lastimen y la humillen, cada vez que los tontos la crean muda o estéril, usted le hará falta.
Porque Usted, Don José Artigas, General de los sencillos, es la mejor palabra que ella ha dicho.
Aquellas tierras repartidas fueron arrebatadas a los más infelices, pero la voz de los vencidos sigue diciendo, misteriosamente:
Naides es más que naides.
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