top of page
Foto del escritor(Pre)textos

Caña con ruda, Luisa Valenzuela.

Pachamama en pandemia


I.

Nos está llegando el momento de la reflexión anual sobre la madre tierra. De haber adquirido a fondo dicha conciencia en todos los momentos, hoy esta atribulada humanidad no estaría donde está, donde estamos, asediados por un virus por ahora incontrolable y sufriendo la amenaza de nuevas y más virulentas pestes.


Porque ha sido demostrado que los novedosos virus se gestan en criaderos y corrales donde animales para el consumo son malamente aglutinados hasta la hora del matadero. Sólo que el matadero parecería estar alcanzándonos.


Algo similar ocurre con las deforestaciones y los desmontes llevados a cabo con absoluta despreocupación por sus naturales habitantes, tanto humanos como animales, con el solo fin de permitir masivos monocultivos que empobrecen las tierras mientras enriquecen, y mucho, a unos pocos elegidos.


No necesitamos adoptar un pensamiento místico, que nunca está demás pero no viene al caso, para comprender los desmanes perpetrados en la naturaleza por los despiadados avances del capitalismo salvaje y sus cultores.


¡Socorro!, nos está reclamando a los gritos mudos nuestro planeta Tierra, de todas las maneras posibles.

Por las buenas, con la emergencia de una fauna olvidada que aprovecha el ausentismo por pandemia al que se ve sometido el depredador humano; y por las malas, con erupciones volcánicas y uno que otro sismo preanunciado por la aparición en las costas de esos seres monstruosos de los abismos marinos, el pez sable y el pez remo, desmedidamente longilíneos.


¿Podemos albergar la esperanza de que los vandalismos cometidos por humanos se vean rectificados al finalizar la pandemia?


¿Atenderemos alguna vez las voces de los pueblos originarios que desde tiempo inmemorial saben del universo unificado?


Convicción sostenida por muy diversas creencias consolidadas y también por un creciente número de neurocientíficos muy actuales quienes, basándose en la física cuántica, conjeturan que la mente humana actúa con cierta independencia del cerebro, en consonancia con la energía general.


Vegetales, minerales, animales formamos parte de un mismo todo, los reinos están imbricados y si atentamos contra un aspecto de alguno de ellos atentamos contra nosotros mismos.


No olvidemos la célebre carta del Cacique Seattle al Presidente Franklin Pierce, que en 1855 había ofrecido comprarle sus tierras:


¿Como podéis comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Se nos hace extraña esta idea. No son nuestros el frescor del aire ni los reflejos del agua. ¿Cómo podrían ser comprados? Lo decidiremos más adelante. Tendríais que saber que mi pueblo tiene por sagrado cada rincón de esta tierra. La hoja resplandeciente; la arenosa playa; la niebla dentro del bosque; el claro en la arboleda y el zumbido del insecto son experiencias sagradas y memorias de mi pueblo. La savia que sube por los árboles lleva recuerdos del hombre de piel roja.


Hoy más que nunca conviene recordar estas sabias palabras. Y, si estamos de ánimo, honrar a la la madre tierra a nuestra manera y desde nuestras respectivas reclusiones.


Para lograrlo, simbólicamente claro está, basta con procurarse una botella de humilde caña (ascendida últimamente según acabo descubrir a “licor fino argentino”) y, cosa ya más complicada, unas ramitas de ruda que se supone debe ser macho, la de hoja ancha.


Confieso que por mi parte me resulta intolerable la discriminación, aunque más no sea en el orden vegetal, y por eso mismo mi gualicho de este año es bi, porque tuve la enorme felicidad de que a fines del año último me regalaran la parejita. Hay que ser poeta para atender a estos detalles, y mis generoses amigues lo son.


Por último conviene saborizar el elixir, que será protector, con unas cascaritas de naranja, y si la caña que conseguiste no es licor alguno sino la viril y ruda (términos más que apropiados) caña seca, conviene entonces agregar, a gusto, un poco de azúcar quemado. Todo como en el mate, pero etílico.


Son estos preparativos imprescindibles para brindar este 1° de agosto, el día sagrado de la Pachamama.





La madre y abuela tierra, tan espléndida y ubérrima aún con sus humanes maltratadores.


Y además, si podemos, en jardín, maceta o árbol de la calle, le daremos un traguito a la tierra, en agradecimiento, y quizá un poco de maíz y una que otra pequeña ofrenda a piacere.


Se inaugura así agosto, el mes de la Pachamama en nuestra América andina. Es el final del invierno, corresponde volver a despertar a la madre tierra.


Desde tiempo inmemorial estos rituales se espejan y desdoblan en las más diversas regiones del mundo, aunque en los países desarrollados del Norte se los tragó el carnaval entre serpentinas y papel picado, elementos que al son de cajas y charangos no faltan en las fiestas a la Pachamama.


Pero en los rincones menos turísticos de Europa el recuerdo de Dionisos, dios del vino y del reverdecer de las mieses, retorna para darle una bienvenida temprana a la primavera. Muerte y reverdecimiento se celebran en estos ancestrales ritos agrarios, verdaderos festejos.

II.

¿Carnavales, Pachamama? ¿Qué hacemos entonces en tiempos de Covid cuando las fases van y vienen y el número de infectados signa nuestra vida diaria? No sabemos, ni nadie en el mundo sabe, cómo será la evolución del contagio. Por ende no podemos predecir las normativas para la semana entrante. ¿Qué hacer entonces?


Yo por lo pronto rememoro y escribo. Y pienso en aquel remotísimo 1° de agosto cuando en misión periodística me encontré, junto con el fotógrafo del diario y una querida amiga mexicana, en San Pedro, Misiones, plena sierra del Imán.


En el aserradero, nuestra meta, nos dieron la bienvenida diciendo: “Esta es la puerta. De acá al Paraíso hay solo un paso”. Pronto entendimos que no era una metáfora, a pesar de la belleza del paisaje con sus verdes bosques y su tierra colorada. Tampoco una mentira. El pueblo más cercano así se llamaba Paraíso. No fue óbice para que a la mañana siguiente mi amiga y yo tuviéramos un breve e inquietante atisbo del infierno.


A nuestra llegada, un viernes, los del aserradero nos contaron del rito que la zona guaranítica había recibido en herencia de la quechua. Es decir que al día siguiente se imponía beber en ayunas un vaso de caña con ruda, en honor de la madre tierra, para mantenerse sano todo el año.


La pregunta no tardó: ¿dónde lo conseguimos? En el almacén de ramos generales del obraje, fue la respuesta.


Por eso en aquella lejanísima mañana del sábado 1° de agosto, más bien hacia el mediodía porque la noche se había estirado por demás, nos apersonamos en el lugar indicado. Que era un largo y angosto galpón de madera con mesas atestadas de hacheros jugando a las cartas, una atmósfera de humo que se cortaba con cuchillo (perdón, con hacha) y el mostrador al fondo de un pasillo entre mesas que parecía interminable.


Hasta el día de hoy veo la escena.


El fotógrafo se mantuvo discretamente en la retaguardia, las dos damas avanzamos a paso redoblado porque no nos quedaba otra, rasgando un silencio que se sentía de hielo, y sin animarnos a mirar para atrás.


La tensión del momento fue casi insostenible hasta que nos acodamos al mostrador en un gesto quizá aprendido en films de cowboys (el lugar y la situación lo ameritaban con creces), e hicimos nuestro pedido:


Dos cañas con ruda.

La frase resultó mágica. Un abracadabra. Una llave para romper el hechizo y aplacar estupefactas miradas de rencor. Y ya no fuimos más unas desfachatadas intrusas ajenas a ese degradado sancta sanctórum, los machos allí presentes retomaron sus copas y sus naipes y aquí no ha pasado nada. O pasó la Pachamama.


Nos sirvieron, recuerdo, el trago de la concordia en grandes vasos de agua. Debimos apurarlos hasta el fondo. Después salimos quizá tambaleantes del lugar al que habíamos ingresado con paso supuestamente firme, pero nadie se fijaba más en nosotras y de eso no me acuerdo.


Desde aquel entonces quedó establecida para mí una tradición. Y si este sábado 1° de agosto no podré salir con la botella en bolsa o mochila a celebrar con mis amistades como supe hacerlo por décadas, brindaré desde casa, en un Zoom sólo mental porque no soy adicta a las redes pero sí a la amistad.


Pienso dedicarme a rememorar todas las otras oportunidades cuando brindé con quienes aún están y con quienes hoy ya no están en este mundo pero perduran en nuestro recuerdo.


Y brindaré a solas por el nuevo reverdecer de la madre tierra y de quienes la habitamos, dispuestos y dispuestas a cuidarla. Y a cuidarnos entre nos.



<> <> <> <> <> <> <> <> <> <>



Autora: Luisa Valenzuela (Buenos Aires, Argentina, el 26 de noviembre de 1938)

Escritora y periodista argentina.

Ha sido la primera mujer en obtener el Premio Carlos Fuentes, en 2019.

Su obra fue editada en más de 17 países y traducida a once idiomas.​

1985: Distinguished Writer in Residence at New York University Doctora Honoris Causa de la Universidad de Knox, Illinois 1997: Medalla Machado de Assis de la Academia Brasilera de Letras 2011: Elected Foreign Honorary Member of the American Academy of Arts and Sciences 2016: Gran Premio de Honor de la SADE 2017: Doctora Honoris Causa de la Universidad Nacional de San Martín.


106 visualizaciones2 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

2 Kommentare


Sergio Rinaldi
Sergio Rinaldi
01. Aug. 2020

Acepto tu propuesta de pausa activa. Muy generosa en tu valoración, todos los méritos de Luisa, a quién conocí en La Habana, en Casa de las Américas.

Gefällt mir

Tamara Chiz
Tamara Chiz
01. Aug. 2020

Te propongo una pausa, ésta, la que la Naturaleza reclama,pide, gime, nós llama ...


Respira profundo, y confía


Excelente artículo.

Gracias una vez más, Sergio Rinaldi

Gefällt mir

calledelorco.com

hypermediamagazine.com

associationgeorgesperec.fr

culturainquieta.com/es

openculture.com

hemisferioizquierdo.uy

pixabay.com/es/blog

indiespot.es

b-sidemg.com

radiopedal.uy

papelenblanco.com

ellectorperdido.com

 Blogroll  

Suscríbete

bottom of page