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Diario del obispo de los pobres: Pedro Casaldáliga.

Actualizado: 11 ago 2020



Como en sus últimos 50 años de vida, el obispo poeta Pere Casaldàliga se despierta a las 5:30 de la mañana. Lo hace en medio de vastas extensiones de tierra roja, campesinos, comunidades indígenas y algún que otro terrateniente, en São Félix do Araguaia, Brasil. Con la ayuda de uno de sus cuatro cuidadores, se levanta, se viste y se sienta en la silla de ruedas. El 'Hermano Párkinson', como él mismo lo presenta, y 90 años de luchas no le permiten hacerlo solo.


A las 7.30, después de desayunar, se planta delante de su capilla, en el patio interior de su humilde casa. Momento para sus oraciones diarias que soplan siempre hacia la liberación de los pueblos.


Ocho bases de árbol y unas 20 plantas conforman el auditorio semiabierto al aire libre del pequeño oratorio de ladrillo descubierto. A un lado de la mesita que sirve de altar, una guitarra. Al otro, la Biblia abierta por la mitad. Encima, una vela y unas flores. Delante, más plantas.


Al primer vistazo, la modesta capilla desprende solo tonos marrones y verdes, parecidos quizás a los de la masía donde pasó su infancia Casaldàliga, en Balsareny, España.


En este pequeño pueblo de la comarca catalana del Bages, hoy de 3.000 habitantes, nació el obispo de los pobres el 16 de febrero de 1928. Y allí vivió con su familia de origen campesino en unos tiempos marcados por la guerra civil hasta su entrada en el seminario de Vic.


Nací a orillas del tejedor Llobregat, en 1928 y en una lechería. ("Maldito sea el latifundio, salvos los ojos de sus vacas"). De una familia católica y de derechas, que en aquellos tiempos era una sola cosa. Con la raigambre "pairal" de la tierra, por parte de mi padre, y por parte de mi madre, con la vista y la palabra y el dinamismo de una larga dinastía de "tratantes".


Ordenado sacerdote a los 24 años, pasó por Sabadell y Barcelona antes de ir a Guinea Ecuatorial a organizar cursos durante un breve tiempo. Allí, como él explica, sintió "furiosamente la realidad y la llamada del Tercer Mundo", el mismo año de la muerte de Ernesto Guevara, presente alrededor de su casa, Casaldàliga decidió que su misión religiosa sería en el Mato Grosso brasileño.


Pocos meses después, el 26 de enero de 1968, salió en búsqueda:


"Brasil vivía en plena gloriosa Revolución del 64 y con las calientes características del 68. El "Cenfi" (Centro de Formación Intercultural) con 60 misioneros, hombres y mujeres, de diferentes nacionalidades y de las más dispares orientaciones, era una fragua de libertad contrastada. Se revisaba todo, se vivía en estado de crítica.


Las conferencias, las charlas con universitarios, las visitas a las fazendas o a las favelas, los espectáculos escogidos -"Morte e Vida Severina", por citar uno que me marcó-, las sesiones alucinantes de Umbanda, el comentario de la prensa diaria, con los recovecos de la represión y de las diferentes "iglesias" del país puestas en claro, las propias celebraciones -desacralizadas, "concientizadoras"- , todo contribuía a hacer revisar y replantear la formación recibida, la piedad heredada, las austeras distancias de sexo, el apostolado en ristre, la fácil y convencida dicotomía con que en el viejo mundo vivíamos la misión de la Iglesia frente a la política y a la sociedad en general."


Aquellos cuatro meses del Cenfi, en el otoño de transición europeo-americana, remotamente imperial, de Petrópolis, fueron un noviciado, abrupto y saludable, de secularización y de crítica prevenida. Arriesgado, pero útil.


"Venir al Mato Grosso, directamente de España, sin pasar por el Cenfi, habría sido una zambullida fatal. En todo caso, no habríamos podido tener una visión con perspectiva del Brasil y de la Iglesia brasileña.


Esas semanas inmediatas a su llegada a la Misión fueron de una disponibilidad heroica. Iniciaba "la marcha hacia el Oeste" desconocido -siete días de camión, desde Río Claro, en Sâo Paulo, hasta el Araguaia. Fue en julio de 1968. Llegaba a un mundo sin retorno.


El misionero de la orden claretiana despertaba en el Brasil del Mariscal Costa y Silva, uno de los períodos más represivos de la dictadura militar que se alargaría hasta 1984. Aterrizaba en una región hostil a medio colonizar, donde la ley la imponían el poder y la violencia de la casta latifundista y lo hacía sobre un pueblo humilde sentenciado al trabajo esclavo, el hambre y la muerte.


La Misión tenía 150.000 kilómetros cuadrados, de ríos y sertôes y floresta, al noroeste del Mato Grosso, dentro de la Amazonia llamada "legal", entre los ríos Araguaia y Xingú, incluida también la Isla do Bananal que es la mayor isla fluvial del mundo. Sin otra "base" eclesiástica que nuestra casa, de, 4 por 8, a orillas del Araguaia, maravilloso y turbio. Sin saber nosotros por dónde empezar, sin saber siquiera quién habitaba la región, donde las distancias de toda especie justificaban todas las indecisiones.


La única carretera que existía se estaba abriendo aún, roja y polvorienta, en la selva y descampados que acabábamos de atravesar, y la "onça" (jaguar), materialmente concreta, tenía pleno derecho de cortarnos el camino, delante del camión. No había un solo médico en el área. No había correo, ni luz eléctrica, ni teléfono ni telégrafo. Había 3 jeeps viejos en todo Sâo Félix y eran los únicos coches del lugar.


"Pocos días después de que el obispo Pedro llegara, vino a mi casa y me preguntó ‘¿es usted la profesora?’, le dije que sí y él replicó: ‘Dígame, ¿qué es lo que más necesitan?’; me quedé asombrada". Erotildes da Silva Milhomem era la maestra de un São Félix do Araguaia, que en 1968 tenía menos de mil habitantes. Erotildes no se lo pensó mucho antes de responder: "Por el amor de Dios, ¡una escuela!".


La profesora más calificada era una generosa negra, con apenas año y medio de curso elemental, que ya había dado clases, protegida de los jaguares y de los indios por hombres armados apostados a la puerta de la escudilla de paja.


Predominaba el analfabetismo. Y la educación de los hijos, como una salida a un soñado futuro diferente al triste destino de los padres, interesaba más al pueblo que el propio derecho de tener tierra y comer.


Desde el primer momento de nuestra llegada, nos llovieron las peticiones: íbamos a dar clase, construiríamos colegio, organizaríamos internado, podíamos quedarnos con los hijos ajenos, adoptarlos y educarlos... No se concebía la presencia de unos Padres o de unas Hermanas que no abordasen ese problema.


El día 15 de agosto comentó en su Diario:


Los primeros meses pude comprobar de cerca la presencia, múltiple, avasalladora, de la enfermedad y de la muerte, en la región. Verminosis, deshidratación, malaria, hepatitis, tétanos umbilical, toda especie de molestias de la piel... Subnutrición, enfermedad crónica. La primera semana de nuestra estancia en Sâo Félix murieron cuatro niños y pasaron por casa en cajitas de cartón, como zapatos, camino de aquel cementerio sobre el río en el que posteriormente habríamos de enterrar a tantos niños -cada familia cuenta con tres, cuatro, hijos difuntos- y a tantos mayores -muertos o matados -, quizás sin caja y hasta sin nombre.


Debieron enfrentar también, por el mismo imperativo de suplencia, el problema sanitario. Y transformaron la pequeña casita de la orilla del río en ambulatorio. Las hermanas enfermeras tenían un ancho campo abierto a su caridad.


"Escuchan estas gentes -escribía también en el Diario-, sonríen a veces, callan casi siempre. ¿A qué distancia están, mis palabras, de su alma sencilla, elemental, endurecida por el sufrimiento y el abandono? ...gente de acarreo, llevada y traída por el oleaje de la pobreza, de la soledad, del crimen, propio o ajeno... (¡del colectivo crimen de la injusticia social!)... Gente sencilla, gente que lleva la cruz... Estos son -a pesar de todo lo que se pueda decir en contrario- los pobres del Evangelio."


Se imponía una revisión total de criterios y de programas.

¿Por dónde empezar? ¿Qué pedía el pueblo? ¿Qué podíamos hacer nosotros? ¿Qué era ser Iglesia allí? Teníamos una iglesia de barro y de uralita, a merced de los tornados. Y mucha superstición.


En aquellos años, las tierras del Mato Grosso estaban dominadas por superposiciones de títulos de propiedad, en herencia principalmente, de la Ley de Tierras de 1850 que repartió ilegítimamente territorios ancestrales indígenas creando inmensas propiedades agrarias de hasta 7.000 kilómetros cuadrados. Eran tierras de pistolerismo, de desamparo jurídico e institucional.


Empezamos a sentir el problema de la tierra. Nadie tenía tierra propia. Nadie tenía un futuro asegurado. Todo el mundo era "retirante", emigrante de otras áreas del país ya castigadas por el latifundio. Todos venían bajando, del Nordeste, del Norte, con sus 8 ó 10 hijos a cuestas, buscando las tierras "generales" sin dueño, y atravesaron un día el Araguaia como quien pasa el Mar Rojo en busca de la Tierra Prometida.


São Félix do Araguaia fue, una vez más, la sensación viva de la pobreza, del abandono, de la injusticia humana. Para los pueblos nordestinos, moradores de una región ingrata que el cine brasileño ha recogido ya en algunas cintas expresivas, todos esos vaticinios eran bien fáciles de creer, porque se confirmaban con pretéritas, constantes experiencias.


Y se inició la caravana de 'retirantes' que ahora son nuestros misionados, el pueblo en el cual vivimos, por el cual uno, Señor, desearía morir..."(Diario, septiembre, 12). Mato Grosso era, aún es, una tierra sin ley. Alguien lo había clasificado como el "estado curral" del país. No encontramos ninguna infraestructura administrativa, ninguna organización laboral, ninguna fiscalización. El Derecho era del más fuerte o del más bruto. El dinero y el 38 se imponían. Nacer, morir, matar, esos sí, eran los derechos básicos, los verbos conjugados con una asombrosa naturalidad. Entonces escribí:



¡Malditas sean todas las leyes,
amañadas por unas pocas manos
para amparar cercas y bueyes
y hacer la Tierra esclava
y esclavos los humanos!
 ¡Otra es la tierra nuestra, hombres, todos!
¡La humana tierra libre, hermanos!”

Un día cualquiera, el 22 de setiembre de 1970, escribe:


"Hacia las diez de la mañana traen de la Isla una mujer muerta, el domingo, de malaria... Y media hora después me comunican la muerte de un peón baleado a quemarropa por el nuevo Sargento Edson de la Policía Militar...


"Acabamos de enterrar al desconocido total: -'Es cearense', decía el capitán por toda identificación.- 'Parece que no has enterrado nunca a nadie', le replicaba uno de los peones enterradores a un compañero más o menos azorado. ¿Quién no ha sido sepulturero aquí? "Ayer en las 'Tres Marías' un peón atravesó a otro con el cuchillo. "Se muere y se mata más que se vive. Morir o matar es más fácil, aquí, más al alcance de todos, que vivir".


El objetivo de Casaldàliga era llevar la bendición y la fe cristianas al pueblo matogrosense, pero pronto empezó a cuestionar según qué relaciones sociales implícitas y se negó a casar y bautizar más hijos de 'fazendeiros'.


Su actuación le mereció enseguida amenazas de muerte y de expulsión del país. El obispo Pedro había entendido su misión real –"la teología es teología de la liberación o no es teología"– y se había convertido en el enemigo de la expansión rural –colonial, capitalista– en la Amazonía brasileña.


En abril de 1971 empezamos una nueva experiencia pastoral, las "Campañas misioneras". Una especie de "misión popular" pero a ras de suelo; tres meses de trabajo en equipo, en un lugar, con un curso de alfabetización según el método de Paulo Freire, unas misas semanales bien aproximadas a la comprensión del pueblo, el conocimiento de la realidad vivida al día, el descubrimiento de los líderes locales, el cultivo del fermento de las futuras comunidades...


La primera de estas campañas la celebró en Pontinópolis, poblado a 125 kilómetros de Sâo Félix. Y en ella fue definitivamente reconocido como a favor de los "posseiros" o colonos sin tierra, acosados por el Latifundio, de Estado en Estado.


Fue en esas campañas misioneras donde descubrimos, nosotros definitivamente, la problemática de nuestro pueblo, el conflicto social básico de una región destinada oficialmente a ser latifundio de ganado bovino, donde la bosta de la vaca equivale a un sello reconocido de "integración nacional"... y de inhumana desintegración de indios, posseiros y peones.

Ya en setiembre de 1970 yo había redactado un informe-denuncia de la situación de esclavitud en que se encontraba la otra quizás tercera parte de los habitantes de nuestra Prelatura, los "peôes", carne de acarreo, trabajadores brazales, comprados fraudulentamente en el Norte y en el Centro del país y descargados, para los trabajos de "derrubada" y plantación de pastos, en esas fazendas infinitas de centenares de miles de hectáreas, verdaderos campos de concentración.


El informe se titulaba "Escravidâo e Feudalismo no Norte do Mato Grosso".

Lo envió a las Supremas Autoridades del país, a la Presidencia de la Conferencia Nacional de los Obispos y a la Nunciatura.


Y el señor Nuncio, después de elogiarlo por el coraje y el realismo pastorales, le pedía "diplomáticamente' que no publicase el documento en el extranjero, "porque eso podría facilitar la campaña de difamación que allí se orquestaba contra el Brasil."


El documento era apenas una letanía trágica de casos en carne viva de peones engañados, controlados a pistola, golpeados o heridos o muertos, cercados en la floresta, en pleno desamparo de toda ley, sin derecho ninguno, sin humana salida.


La noche del día en que firmé el documento -era noche de "luar"- salí a ver la luna grande y a respirar el aire más frío y me ofrecí al Señor. Sentía entonces que con el documento podía haber firmado también mi propia pena de muerte; en todo caso, acababa de firmar un desafío.


Efectivamente, pocos días después comenzó a llegarle la advertencia de uno de los mayores terratenientes y "garimpeiros" del Brasil, tantas veces después repetida por otras muchas voces latifundiárias, eclesiásticas, "amigas": no debía entrar en esos asuntos, porque podrían acusarlo de subversivo; de hecho, la policía federal lo estaba controlando.


Dejábamos de ser amigos de los grandes y los encarábamos. Por contrapartida íbamos ganando la confianza y el amor de los pobres y oprimidos. Fue hora de opción, desgarrada opción que violentaba el propio temperamento, las ganas naturales de estar a bien con todos, la formación de "mansedumbre" evangélica recibida, la vieja norma pastoral de "no apagar la mecha que aún humea"... Desgarro que continúa dejando en tensa cruz la vida de uno.


Demostrando siempre más fidelidad al pueblo que a Dios, el sacerdote catalán sobrevivió a 10 malarias, calores infernales, lluvias torrenciales y a varios tiroteos –el más famoso de los cuales acabó con la vida de su compañero, el padre João Bosco, a quién confundieron con él mientras los dos defendían a dos mujeres detenidas en una comisaría de la policía militar.


El 23 de octubre de 1971, en su consagración como obispo de la Prelatura de São Félix do Araguaia, Casaldàliga y un equipo de brillantes activistas, publicaban su carta pastoral, 'Una iglesia de la Amazonia en conflicto con el latifundio y la marginalización social', el primer puñetazo en la mesa para la dictadura militar brasileña.


Un documento que describía y denunciaba la situación de emergencia social de su prelatura y que provocó una estampida detrás del colectivo que sufrió, en 1973, la detención y tortura de algunos de sus miembros, como el profesor Antonio Carlos Moura.


Implantando el terror y perpetuando el hambre, el latifundio nunca más ha soportado la presencia de este buen señor que en el 2013 incluso tuvo que alejarse de São Félix durante unos meses por las amenazas de muerte que pesaban contra él.

Casaldàliga ha mantenido hasta sus últimos días una vida enérgica de activismo local y global.


Esquivar la muerte innumerables veces le ha ofrecido al obispo una longevidad llena de admiración, respeto y sabiduría.


Es escuchado como profeta y, sin exagerar, adorado por muchos como santo.


Defensor de una reforma agraria "justa y radical", del Movimiento Sin Tierra y de territorios indígenas libres de la agresiva a-culturización civilizatoria, el sacerdote catalán, incansable, ha dado todas esas luchas en la práctica y en todas las esferas de su vida.


La puerta de su casa siempre estuvo abierta, el párkinson había transformado su gesto y su postura, pero el obispo Pedro mantuvo su mirada dulce y penetrante y ese apretón de manos cálido, familiar, reconciliador.


Siempre fue una invitación a preguntarle por el futuro, por el cambio, por el cómo:


"Viviendo en nuestros lugares, en nuestras conciencias. Vivir con sinceridad, radicalidad en la injusticia y en la esperanza – afirmaba hace poco más de dos años, cuando empezaba a ser complicado seguir una conversación con él–. Somos soldados de una causa invencible y la causa invencible es la derrota del capitalismo, del maléfico sistema neoliberal que domina el mundo".


¿Cómo derrotarlos? "Viviendo cada día con espíritu de solidaridad, a lo largo de la vida. 'Amunt i crits, amunt i crits'".


Creo, con la más estremecida convicción evangélica, que hoy, ya en el siglo XXI, un cristiano o cristiana, o es pobre y/o aliado o aliada visceralmente de los pobres, o no es cristiano, no es cristiana. Ninguna de las famosas notas de la Iglesia se mantiene en pie si se olvida esta nota fundamental, la más evangélica de todas: la opción por los pobres.




No tener nada.

No llevar nada.

No poder nada. No pedir nada. Y, de pasada, no matar nada; no callar nada. Solamente el Evangelio, como una faca afilada. Y el llanto y la risa en la mirada. Y la mano extendida y apretada. Y la vida, a caballo dada. Y este sol y estos ríos y esta tierra comprada para testigos de la Revolución ya estallada. ¡Y «mais nada»! Pere Casaldàliga




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