Por Abel Prieto.
Fomentar el miedo ha sido un recurso político antiquísimo, en particular en la historia de los Estados Unidos.
Desde la imagen «bárbara» de los pueblos originarios de Norteamérica hasta los esposos Rosenberg y las víctimas del macartismo, pasando por negros revoltosos, mexicanos, japoneses, árabes, rusos, chinos, cubanos, venezolanos y un largo etcétera, el horror a un enemigo imaginado o más o menos real ha funcionado como un factor de cohesión.
Trump, en su carrera desenfrenada por la reelección, ha apelado sin pudor alguno a esta fórmula. Quiere que la población estadounidense tiemble de terror ante el avance de fuerzas tenebrosas, subversivas, que atentan contra estatuas y propiedades y niegan los valores sobre los que se fundó la Gran Nación.
Para construir ese peligroso Frankenstein está mezclando las protestas antirracistas y un enemigo amorfo formado por «vándalos», «anarquistas», partidarios de la «izquierda radical» y del «socialismo» y delincuentes comunes.
Por supuesto, Trump aspira también a presentarse como el superhéroe de mano dura capaz de salvar al país de la desintegración e imponer «la ley y el orden». Como el «Líder», como el «Führer».
Necesita acciones de impacto a corto plazo.
Para ello intervino en Portland (Oregon) con un cuerpo de agentes federales integrado por fuerzas escogidas, amenazantes, uniformadas con ropas de camuflaje, escudos, cascos, máscaras. Reprimieron sin contemplaciones a los manifestantes, usando gases lacrimógenos y vehículos sin identificación oficial alguna. Las detenciones, según la prensa, parecían secuestros.
Todo aquello tenía un aspecto paramilitar.
El pretexto explícito original –que después se extendió– era proteger edificios públicos y monumentos frente al movimiento «Black Lives Matter».
El resultado, según los medios y las autoridades de la ciudad, fue «aumentar la tensión en las calles». La gobernadora de Oregon calificó el despliegue de «teatro político».
En Kansas City (Missouri), a un niño de cuatro años lo mató una bala perdida mientras dormía en su casa.
Representaba el asesinado número 92 en la ciudad, en lo que va de año. Salió gente a protestar contra tantas vidas inútilmente perdidas, contra el clima irrespirable de violencia, contra la sobreabundancia de armas de fuego. Y Trump decidió aplicar la misma receta brutal que había empleado en Portland.
Luego informó desde la Casa Blanca que sumaba dos nuevas ciudades a su plan «anti-crimen»: Chicago y Albuquerque.
Dijo que el fbi, la dea, la atf, el Servicio de Alguaciles y el Departamento de Seguridad Interior «enviarán juntos a cientos de oficiales de seguridad capacitados a Chicago».
Y remató con grandilocuencia: «Anuncio hoy un aumento de las fuerzas de seguridad en comunidades plagadas de crímenes».
Mientras tanto seguía repitiendo con un lenguaje alarmista, «el derramamiento de sangre tiene que cesar».
Según la agencia de noticias Télam, «aunque las situaciones difieren de ciudad en ciudad, Trump vinculó todos los incrementos de criminalidad y violencia con las manifestaciones antirracistas de los últimos dos meses y, a partir de esa premisa falsa, justificó el envío de refuerzos federales».
Este llamado al miedo y a la represión tiene obviamente un segundo objetivo: desviar la atención del tema tan espinoso y amargo de la pandemia.
Por otra parte, muchos analistas coinciden en que ha crecido el delito, efectivamente, por causas que Trump siempre omitiría: las derivadas de las secuelas económicas y sociales del nuevo coronavirus, la pérdida masiva de empleos, el aumento de las desigualdades en el campo de los servicios médicos y en todos los demás, la cuota tan alta que están pagando las mayorías y el enriquecimiento sin límites de las élites.
El miedo fue clave para el fascismo.
«Mussolini apostó por el miedo», declaró el escritor italiano Antonio Scurati, ya que «comprendió que los sentimientos negativos podían ser más poderosos en política que los positivos».
Scurati publicó en 2018 una biografía novelada de Benito Mussolini. Intuía su vibrante actualidad. «No es que crea que pueda volver el fascismo, es que ya está entre nosotros», dijo.
«El esquema de Mussolini era muy sencillo (añadió). Se basaba en la idea de que hay un enemigo que tiene la culpa de todo: los socialistas. Primero alimentó el miedo de la gente hacia ellos y, a continuación, dio un giro y dijo: Debéis odiarles y combatirles».
Así de simple y elemental es el discurso de Trump.
Scurati estableció, además, un paralelo entre los dos. Afirmó que el «Duce» habría usado Twitter del mismo modo compulsivo que el Presidente de ee. uu. Y subrayó otra similitud basada en las fanfarronadas sexuales y el «profundo desprecio hacia la mujer» del autócrata italiano y de Trump.
Scurati ha escogido una cita de Pasolini para encabezar el libro: “Yo soy una fuerza del pasado”.
El fascismo es una tentación permanente que puede reaparecer en un momento de crisis. Su único credo es la violencia. Quizás lo que más miedo produce es saber que un agitador mediocre, fanfarrón y ridículo puede ser el instrumento de esa calamidad.
Y concluye: «El fascismo está aquí y se alimenta de nuestro miedo».
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Autor: Abel Prieto (Pinar del Río, 1950). Profesor y escritor.
Fue ministro de cultura de Cuba desde 1997 hasta 2012.
Actualmente es presidente de Casa de las Américas.
Fue autor de los relatos Los bitongos y los guapos (1980) y Noche de sábado (1989).
En 1999 publicó la novela El vuelo del gato.
Lo único que puede frenar esos vómitos violentos es la gente organizada y consciente. Para ambas cosas se precisa cultivar el pensamiento crítico.