Según las Naciones Unidas, más de 820 millones de personas no cuentan con suficiente comida. Estudios de la FAO —Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura— indican que 135 millones vivían, antes de la pandemia, en situación de “hambre aguda” y otros 183 millones “corren el riesgo de caer en hambre extrema si se enfrentan a algún factor de stress adicional”.
Datos paradójicos: esa situación se da en un mundo que cuenta con alimentos suficientes para los 7.800 millones de habitantes.
Uno de cada cinco menores de 5 años, es decir 144 millones de niñas y niños, tienen retrasos de crecimiento a causa de la desnutrición.
A finales de mayo 2020, a causa de la pandemia, 368 millones de escolares perdieron sus comidas diarias ofrecidas en los centros educativos.
El impacto de Covid-19 se suma así a desajustes estructurales, tales como mala distribución de ingresos, concentración de tierras, polarización económica y social, regiones geográficas enteras condenadas a la marginalidad.
Y amenaza con hacer caer en la pobreza extrema a 49 millones de personas más en los próximos meses.
Los datos recientes de la Clasificación Integrada de la Seguridad Alimentaria en Fases, auspiciada por la FAO muestran, por ejemplo, que en Afganistán la inseguridad alimentaria, que ya es sumamente elevada, se ha visto agravada por el impacto de coronavirus y que 10,3 millones de personas se enfrentan a niveles de crisis de hambre aguda.
La tendencia es similar en la República Centroafricana, donde unos 2,4 millones de personas padecen ahora niveles de crisis o de inseguridad alimentaria aguda, lo que supone un aumento del 11 % en comparación con el período previo a Covid-19.
En Somalia se prevé que 3,5 millones de personas padezcan la crisis en los próximos meses, es decir, el triple que a principios de año.
En todos los casos, las mujeres rurales se encuentran entre las más vulnerables.
Drama latinoamericano
Según el Programa Alimentario Mundial (PMA), este agravamiento de la situación en América Latina y el Caribe puede significar que 14 millones de personas entren en la categoría de “vulnerables al hambre”.
Si en 2019 las estadísticas contabilizaban en el continente 3,4 millones de individuos en esa situación, Covid-19 desbarrancaría a 10 millones más. Especialmente concentrados en 11 países de la región, incluidos pequeños Estados insulares caribeños.
Las proyecciones incluyen, como principales afectados, a Bolivia, Colombia, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua, Perú, República Dominicana y algunas islas.
Según el mismo estudio, particularmente golpeado sería Haití, cuyo número de personas con inseguridad alimentaria severa podría pasar de 700.000 a 1,6 millones.
Así como el Corredor Seco de América Central, duplicando casi la cifra de 1,6 millones a 3 millones.
Quedan fuera del estudio países como Brasil, México y Venezuela, donde el Programa no tiene presencia.
Y en los pronósticos, imposible tampoco anticipar las eventuales repercusiones de la temporada de huracanes en el Caribe que, normalmente, comienzan en junio de cada año.
Todo esto con el trasfondo de un pronóstico nada alentador. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) proyecta una contracción regional promedio negativa de -5,3% para el 2020.
En base a estos datos, a diversos análisis de indicadores económicos y a los resultados de encuestas remotas completadas en 2020 —para evaluar el impacto de la pandemia en el acceso a los mercados, alimentos, seguridad y medios de vida—, el PAM ya habla de inseguridad alimentaria para 15 millones de individuos.
El impacto de la contracción es automático. Según cálculos de expertos de la ONU, cada punto porcentual de disminución del PIB equivale a 700.000 niñas y niños con problemas de retraso en su crecimiento.
Reflexión global
La seguridad y soberanías alimentarias, a la luz de coronavirus, aparecen con energía en el debate político nacional, regional e internacional.
“Hay que reforzar los sistemas de protección social para la nutrición por medio de programas nacionales que salvaguarden el acceso a alimentos seguros y nutritivos, especialmente para los niños y otros grupos de riesgo”, afirmaba el 9 de junio pasado António Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas.
Reflexionando sobre el tema de la alimentación-hambre y presentando el Informe de políticas sobre seguridad alimentaria, Guterres sugería además la necesidad de una activa movilización para salvar vidas y medios de subsistencia, considerando como esenciales los servicios alimentarios y de nutrición y la protección adecuada de los trabajadores de dicho sector.
Así como invertir en el futuro para un mundo más inclusivo y sostenible.
Es decir, asegurar el acceso a alimentos sanos y nutritivos a toda la población del planeta, para erradicar el hambre.
En su visión, hablar de sostenibilidad implica asegurar una “relación equilibrada y armónica con la naturaleza”. En la actualidad los sistemas alimentarios están a la base de casi el 30% de las emisiones de gases de efecto invernadero y afectan seriamente la biodiversidad.
Esta reflexión se incrusta en Europa, donde los “alimentos locales y de proximidad” vuelven a vivir su euforia luego de los meses de confinamiento y fronteras cerradas.
Y donde aun en países “enriquecidos” como Suiza, la carencia social llevó a miles de personas (especialmente inmigrantes, sin papeles, demandantes de asilo y suizos pobres) a protagonizar largas colas en Ginebra y Zúrich, cada sábado, durante los últimos meses, para retirar gratuitamente un paquete de productos básicos de un valor no mayor de 20 dólares.
Alternativa social
El pasado 5 de junio, coincidiendo con el Día Mundial del Medio Ambiente, el Movimiento de Trabajadores Rurales sin Tierra (MST) de Brasil lanzó un Plan de Emergencia para la Reforma Agraria Popular.
Da continuidad y reactualiza la que el movimiento impulsa desde el 2014. Con un acento coyuntural, se apoya en cuatro pilares:
1) el relanzamiento del trabajo a partir de la distribución de la tierra; 2) la producción de alimentos sanos que permitan confrontar el gran riesgo de la crisis alimentaria que ya se siente en numerosas regiones; 3) la protección activa de la naturaleza, el agua y la biodiversidad; 4) y, finalmente, asegurar condiciones decentes para toda la gente en el campo.
Para los Sin Tierra, que lanzan en paralelo la propuesta política unitaria Fuera Bolsonaro, “la pandemia agrava las consecuencias de la crisis del capitalismo que golpea a la economía, la política, la sociedad y la naturaleza”.
Y por lo tanto, reivindican democratizar el acceso a la tierra, distribuir la riqueza, y defender los derechos populares. Con el peso de un aumento coyuntural debido a la pandemia de 5 millones de desempleados –y la proyección de hasta 20 millones para fines del 2020—, el MST apuesta a un plan enérgico que permita, a la vez, generar trabajo y producir alimentos sanos.
Saliendo al cruce del argumento conservador que dice que el Estado brasileño no cuenta con medios para entregar tierras en las actuales circunstancias, el movimiento social más extendido y mejor organizado de Brasil responde con argumentos indiscutibles.
Existen hoy 729 empresas que tienen deudas con el Estado de cerca de 40.000 millones de dólares y que poseen 6 millones de hectáreas de tierra. Deberían pagar sus deudas entregando tierras que servirían para reasentar a miles de familias sin tierra, sin trabajo e incluso marginalizadas en las periferias urbanas.
El país saldrá muy golpeado de esta coyuntura. Y el diagnóstico de futuro no deja dudas:
“Enorme desempleo, precios de alimentos impagables para los sectores populares…
En ese contexto, la reforma agraria que planteamos tendría un impacto rápido para generar empleo favoreciendo también a sectores urbanos precarizados”, declaraba esta última semana Miguel Stedile, miembro de la Coordinación Nacional del MST.
La sombra de fuerte crisis alimentaria se cierne sobre sectores golpeados de la humanidad.
El diagnóstico de los organismos internacionales es preocupante, por las cifras y su impacto real. Sin embargo, sus respuestas son tibias e insuficientes.
El tema de la tierra está en el centro. Y la propiedad de la misma sigue siendo un tabú para el «orden mundial» preestablecido, aunque no para los movimientos sociales mejor organizados.
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(*) Foto portada: Tom Stoddart ( 1953, Morpeth, Reino Unido)
Foto nota 1 : Nelson D'Arcy (Nueva Zelanda)
Foto nota 2 : Arien Chang (Cuba)
Foto nota 3 : MST (Brasil)
Sergio Ferrari (Argentina) Licenciado en Historia y Antropología, responsable de comunicación y prensa de la ONG "E-Changer", periodista de la Agencia Paco Urondo, acreditado ante las oficinas de las Naciones Unidas, en Ginebra y redactor del periódico suizo "Le Courrier".
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