Por Ettore Pignataro.
Hoy 6 de agosto se cumple el 75 aniversario del bombardeo de EEUU a la ciudad de Hiroshima, Japón, en lo que configuró el primer ataque nuclear de la historia. Tres días después, una bomba de mayor potencia impacta sobre Nagasaki. Más de 150.000 personas perdieron la vida al instante, y decenas de miles más murieron como consecuencia de las heridas y las enfermedades relacionadas con la radiación.
Hace calor. Son las siete de la mañana y el sol ya golpea con fuerza en un típico día de verano en Hiroshima. Akira Onogi tiene 16 años y disfruta de su día libre en el porche de su casa. Como miles de estudiantes más, ha sido reclutado para trabajar durante la guerra en la fábrica de armas de Mitsubishi. Aunque él no lo sabe, Japón está al borde de la derrota y Alemania ya ha caído. En la ciudad de Potsdam, los aliados determinan las condiciones de la rendición de Japón, cuyo territorio es bombardeado día tras día por los B-29 estadounidenses. Onogi, sin embargo, esta convencido de que su país ganará la II Guerra Mundial.
Suenan las agudas alarmas que avisan de un posible bombardeo. Junto a los otro cuatro miembros de su familia, Onogi corre hacia el refugio antiaéreo. Pasan los minutos. Nada. El cielo sigue limpio, azul, sin rastro de bombarderos. Akira retoma el libro que estaba leyendo y su familia vuelve a los quehaceres cotidianos. Son las 8:14 horas. De repente, una fuerte luz azul ciega su vista. No le ha dado tiempo a abrir los ojos cuando la onda expansiva destroza su casa. Onogi no ha escuchado siquiera el estruendo de la explosión cuando pierde la consciencia. La primera bomba atómica que se lanza contra seres humanos ha caído a 1,2 kilómetros de su hogar.
A esa misma hora, Isao Kita, de 33 años, se encuentra en el Instituto Meteorológico de Hiroshima, a 3,7 kilómetros del epicentro en el que ha estallado ‘Little boy’. Desde los amplios ventanales del edificio, Kita observa el destello azul. Tal y como le han enseñado, el hombre salta de su silla y se tumba en el suelo con la cara boca abajo. Comienza a contar los segundos desde la explosión. Cinco. La estancia se llena repentinamente de un aire extremadamente caliente. Kita no comprende lo que sucede. No hay tiempo para pensar. Las ventanas estallan y el edificio se tambalea. Kita vuela, literalmente, hasta el extremo de la sala. Todo queda en silencio.
Una enorme columna de humo se eleva 20 kilómetros hacia el cielo. Un gris oscuro va invadiendo el radiante azul que ha reinado hasta ahora. Hiroshima ha sido arrasada.
A lo lejos, el bombardero B-29 Enola Gay vuelve a la base estadounidense de la que ha partido dos horas antes. Misión cumplida. La bomba atómica ha sido lanzada en el centro de la ciudad. Con una capacidad destructiva equivalente a la de 12.500 toneladas de TNT, los 60 kilos de Uranio-235 de ‘Little boy’ han hecho explosión a 580 metros del suelo. La temperatura sobre la superficie en ese punto alcanza los 3.000 grados. Todo en un radio de cuatro kilómetros comienza a arder.
Akira Onogi despierta. Está cubierto de escombros, pero puede moverse. Cree que una bomba convencional ha caído junto a su casa. Sin embargo, más de 80.000 personas han muerto ya de forma instantánea. Busca a su familia. Encuentra a su padre pocos metros más allá, cubierto de cascotes y con profundos cortes por todo el cuerpo.
Aturdido, extrae con torpeza algunos de los cristales que sobresalen de su torso. Juntos continúan la búsqueda de la madre y sus tres hermanas y el hijo de una de ellas. Milagrosamente, todos están vivos. Onogi y su familia miran entonces alrededor. Todo ha desaparecido. Casas, calles, vehículos y personas.
Desde los escombros del Centro Meteorológico, situado en una colina, Isao Kita tiene una panorámica de la ciudad. Anonadado, ve cómo pequeños fuegos surgen aquí y allá. Van creciendo y amenazan con cubrirlo todo. Poco a poco, van apareciendo las siluetas de quienes han sobrevivido a la explosión. Sufren quemaduras de gravedad extrema, su piel cuelga a jirones y buscan desesperadamente agua. Tan pronto como beben unos sorbos, mueren.
Una hora después de la deflagración, comienza a llover.
Se trata de un líquido negro y espeso que lo cubre todo pero que no impide la expansión del fuego. La lluvia radiactiva se encargará de hacer de la vida de los supervivientes un tormento. Hiroshima es la viva recreación del infierno.
“Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Todo es pura turbulencia. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Los incendios se extienden por todas partes. Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizás tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más.La ciudad debe estar debajo de todo eso. Las colinas están desapareciendo bajo el humo” (Bob Caron, artillero de cola, fotógrafo del Enola Gay, avión que tiro la bomba atómica apodada Little Boy sobre Hiroshima el 6/08/45).
‘Fat man’
El 9 de agosto de 1945, tres días después de que Hiroshima desapareciera bajo el fuego y los escombros, la vida continuaba su curso habitual en Nagasaki. El trabajo en las fábricas de armas y explosivos seguía a pleno rendimiento, y los ciudadanos no conocían la magnitud de lo sucedido, aunque sí sabían de la existencia de una nueva bomba, de poder destructivo fuera de lo habitual, a la que habían apodado «bomba globo».
Chieko Watanabe tenía ese día 16 años. A las 11:00 de la mañana se encontraba en su puesto de trabajo en la fábrica de armas de Mitsubishi. Pasaban dos minutos de esa hora cuando vio una luz cegadora, como la de un rayo. A unos tres kilómetros del recinto, el B-29 Bockscar había lanzado a «Fat man», la segunda bomba atómica que Estados Unidos dejaba caer sobre la población nipona.
Esta vez, su potencial destructivo era similar al de 21.000 toneladas de TNT, y su corazón estaba compuesto por plutonio-239. Watanabe perdió el conocimiento y, cuando abrió los ojos, le pareció como si estuviera en otro mundo. La fábrica había quedado reducida a escombros, y los pilares de acero estaban completamente retorcidos. Una viga cayó sobre sus piernas impidiéndole moverse. Gracias a la ayuda de unas compañeras, consiguió salir y llegar al refugio aéreo.
Allí se encontró con cientos de heridos. El refugio pronto se llenó de cadáveres, tullidos y miembros humanos diseminados por el suelo. Watanabe salió a la calle. Una mujer había sufrido una decapitación instantánea mientras estaba sentada. Sin embargo, sus brazos seguían rodeando el cuerpo de un bebe cuya piel se había volatilizado. A pesar de ello, aun vivió unos instantes más.
Hideo Arakawa recuerda apesadumbrado aquel día. Trabajaba como profesor en la escuela de Shiroyama, a tan sólo 500 metros del epicentro en el que cayó «Fat man».
Aun son visibles las cicatrices que la bomba atómica dibujó en su rostro. Habla con suavidad y de forma pausada, y al recordar los momentos más trágicos no puede contener las lagrimas.
«No recuerdo haber visto ninguna luz ni haber escuchado estruendo alguno. Sólo sé que abrí los ojos y mis compañeros estaban muertos. No podía entender qué clase de explosivo podría haber causado tal destrozo. A pesar de que tenía los pies llenos de cristales, salí al exterior. Me encontré con mucha gente a la que el miedo le impulsaba a moverse como fuera.
Arakawa recuerda cómo el día oscureció hasta parecer de noche. «Había incendios por todas partes y casi todos los edificios habían sucumbido a la explosión. Algunos tranvías se habían quedado en el chasis, completamente calcinados».
Como consecuencia directa de la explosión, 75.000 personas perdieron la vida en el acto. Otros 50.000 murieron en los meses siguientes, y 25.000 más como consecuencia de heridas y de enfermedades relacionadas con la radiación en años posteriores.
En el caso de Hiroshima, en 2004 se contabilizaron 140.000 muertos totales.
En los días siguientes al bombardeo de Nagasaki, conscientes de la desinformación existente entre la población nipona, aviones estadounidenses dejaron caer miles de octavillas sobre pueblos y ciudades japonesas.
«Estamos en posesión del mayor explosivo jamás diseñado por el hombre, equiparable a todo el arsenal que pueden transportar 2.000 aviones B-29. Hemos comenzado a utilizar esta nueva bomba contra vuestro pueblo. Si tenéis alguna duda preguntad sobre lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki». El 15 de agosto, el emperador declaró la rendición de Japón, un país en ruinas. Terminaba así la II Guerra Mundial.
“Los japoneses comenzaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora le hemos devuelto el golpe multiplicado. Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento en destrucción a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armadas” (Harry S. Truman, presidente de los EE.UU., 6/08/1945 en discurso a la Nación).
Una muerte lenta
En las horas siguientes a las deflagraciones de las bombas atómicas se vivieron escenas dantescas en los hospitales de Hiroshima y Nagasaki. Los ya de por sí escasos recursos quedaron completamente desbordados.
Hiroshi Sawachica trabajaba como médico en el Hospital Militar de Ujina en Hiroshima, a 4,1 kilómetros del epicentro en el que cayó ‘Little boy’.
«Acababa de entrar a trabajar cuando, de repente, el cielo se tornó rojo», recuerda. «Tuve justo el tiempo suficiente para gritar que la gente se tirara al suelo. Cuando volví en mí, vi que todo estaba destrozado y que nadie permanecía de pie. Por el hueco de una ventana pude ver el hongo nuclear, aunque no sabía lo que eso significaba».
Afortunadamente, las heridas de Sawachica y del resto del personal eran leves y tuvieron tiempo de tratarlas antes de que llegara «una riada de heridos».
Sawachica se preguntaba qué había ocurrido. «Dejábamos a los heridos graves en una habitación y a los leves en otra. Iban muriendo poco a poco, y con mucho sufrimiento. Al final, los cadáveres se amontonaban por doquier. Lo que más me chocó es el olor que desprendían muertos y heridos. Todo el hospital quedó impregnado del mismo olor de las sepias secas cuando se ponen a la plancha».
Los médicos de los hospitales de Hiroshima y Nagasaki trabajaban de forma mecánica, desprovistos de sentimientos.
«Creo que todos nos volvimos insensibles. Fue tan duro que nos pusimos una coraza para poder resistirlo», rememora Sawachica.
Desde el otro lado
Mientras Japón incineraba los cuerpos de los muertos en Hiroshima y Nagasaki, Estados Unidos celebraba su victoria y el final de la guerra. El plan para forzar a Japón a rendirse a través del uso de armas nucleares había surtido efecto.
Culminaban así meses de una minuciosa planificación que comenzó tras el éxito de una prueba en Nuevo Méjico.
Se supo que varios miembros del gobierno de EE.UU propusieron hacer una “acción demostrativa” del poder de la bomba en algún puerto japonés reduciendo el impacto sobre la población civil. Truman se negó: buscaba llevar adelante una acción ejemplificadora que dejara a los EE.UU. como indiscutida primera potencia mundial, no importaba si esto se hacía a costa de cientos de miles de asesinados:una matanza en masa!
Se elaboró entonces una lista de ciudades japonesas sobre las que podría efectuarse el ataque. Tenían que ser importantes núcleos urbanos situados en el radio de acción de alguna base estadounidense. Así se consideraron como objetivos principales las ciudades de Hiroshima, Kokura, Niigata y Kioto. Más tarde, los estadounidenses descartaron Kioto por su incalculable valor cultural y artístico. Nagasaki tomó su lugar.
El ataque debía realizarse en agosto y de forma visual, por lo que resultaba imprescindible contar con buena meteorología. El 26 de julio, a bordo del crucero Indianápolis, la bomba «Little Boy» llegó a su destino: el puerto de Tinian, en las Islas Marianas. Poco después, la «Fat Man» llegó por vía aérea. Mientras tanto, en Tokio se dictaban las condiciones para la recapitulación.
El 6 de agosto, el avión bombardero Enola Gay dejó caer en el centro de Hiroshima la primera bomba nuclear de la historia sin problema alguno. En el epicentro se formó una bola de fuego de unos 400 metros de diámetro, y alrededor de 60.000 edificios fueron completamente destruidos.
Tres días después, Nagasaki no era el objetivo del bombardero Bockscar. La ciudad de Kokura era la elegida. Sin embargo, la meteorología no permitía un lanzamiento seguro, por lo que el capitán del B-29 decidió continuar hasta Nagasaki, objetivo secundario.
Las condiciones tampoco eran óptimas pero decidieron dejar caer la «Fat Man» en lo que les pareció una calle céntrica.
La bomba destruyó más de 40.000 edificios pero, a pesar de su mayor potencial destructivo, las consecuencias fueron menores gracias a que el bombardero erró en su lanzamiento y a que los montes Kompira e Inasa absorbieron gran parte de la onda expansiva.
Los supervivientes de las bombas atómicas, sin embargo, se preguntan qué culpa tenían ellos y sus allegados civiles. Y los hijos que nacieron con malformaciones genéticas. «Sean chinos, europeos o japoneses, los civiles siempre son quienes sufren el sinsentido de las guerras», comenta Chizue Fukutomi, quien, a pesar de encontrarse a tan sólo 1,3 kilómetros del epicentro de Nagasaki, consiguió salvar su vida. «Hay que intentar erradicar la violencia, y las armas nucleares son su máximo exponente».
Un paseo por el horror
El corazón se encoge nada más entrar en el Museo de la Bomba Atómica de Nagasaki.
Varias pantallas muestran en silencio el característico hongo de humo que se forma tras la detonación de un artefacto nuclear. A vista de pájaro, la imagen tiene una impactante belleza visual que esconde la brutalidad de las consecuencias en la superficie. Eso es lo único que vieron las tripulaciones del Enola Gay y del Bockscar, ajenos hasta días después de la tragedia que habían provocado.
En la sala a la que se accede a continuación, el visitante es capaz de sentir la fuerza de la explosión y el silencio que le sucedió.
Presiden la estancia partes de la catedral de Urakami que se han restaurado. En una vitrina cercana, el reloj del edificio religioso es sólo un amasijo de hierros pero, terco, sigue marcando las 11.02, una hora que en Japón siempre irá ligada a la muerte.
No es fácil digerir las imágenes de la estancia central del museo. Cuerpos desnudos completamente calcinados, o en carne viva, consecuencia de las temperaturas extremas vividas cerca del epicentro.
El cadáver de lo que se adivina un niño pequeño tumbado en el suelo en un último gesto de terror. Imágenes que muestran operaciones para extraer trozos de cristal y metales de cabezas que no se diría que pertenecen a un ser humano. Cuerpos de caballos completamente hinchados. El río Urakami repleto de cadáveres de quienes habían ido desesperados a por agua. Raíles de tranvía doblados como si fueran de plástico, y la desolación de una ciudad reducida a escombros. Una vitrina muestra la masa en la que se convirtieron los huesos de una mano humana al fundirse con una botella.
Y una replica de la bomba «Fat man», con una sección abierta para mostrar su mortífero corazón, permanece impasible frente a tanto horror.
«En aquel momento nos sentimos como conejillos de Indias», comenta Michiko Nakano, autora del libro «Nagasaki bajo la bomba atómica».
«Ahora entiendo que nuestro país también es responsable de lo que ocurrió. En cualquier caso, las desgracias de Hiroshima y Nagasaki deberían servir al mundo para detener el ansia militar por conseguir un arma cada vez más potente. La capacidad destructiva del armamento nuclear existente en la actualidad es suficiente como para volar por los aires el planeta en varias ocasiones. Eso nos debería hacer reflexionar», subraya.
Sin embargo, la última de las salas del Museo de la Bomba Atómica de Nagasaki muestra la cruda realidad actual, completamente opuesta al deseo de Nakano. El número de potencias nucleares crece y la sofisticación de los artefactos, así como su potencia destructiva, es cada vez mayor.
Volver a la vida
En Hiroshima, lo único que recuerda aquel 6 de agosto es el edificio conocido como A-bomb, uno de los pocos que se mantuvieron en pie en el epicentro de la explosión. En el centro de la ciudad, el Museo de la Paz de Hiroshima recuerda la necesidad de mantener la no proliferación nuclear, y aboga por la erradicación de este tipo de armamento en el mundo.
En Nagasaki, un obelisco negro recuerda el lugar exacto en el que cayo «Little boy».
Un grupo de circunferencias concéntricas se marcan en un suelo en el que los científicos auguraron que no crecería ningún tipo de vida en 75 años.
Sin embargo, seis décadas después, el lugar se ha convertido en un parque y miles de personas viven tranquilamente en la zona residencial de Urakami. A pocos metros del memorial, una columna de lo que quedó en pie de la catedral de Urakami recuerda la desolación en la que se sumió la ciudad.
A modo de advertencia frente a la barbarie capitalista–y en homenaje a las víctimas de los ataques nucleares- cerramos esta nota con el hermoso poema de Vinicius de Moraes, La Rosa de Hiroshima:
La rosa de Hiroshima
Piensen en la criaturas
Mudas telepáticas
Piensen en las niñas
Ciegas inexactas
Piensen en las mujeres
Rotas alteradas
Piensen en las heridas
Como rosas cálidas
Pero ¡oh! no se olviden
De la rosa de la rosa
De la rosa de Hiroshima
La rosa hereditaria
La rosa radioactiva
Estúpida e inválida
La rosa con cirrosis
La anti-rosa atómica
Sin color sin perfume
Sin rosa sin nada.
Vinicius de Moraes
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